LA HISTORIA DE LEONID RÓGOZOV EL HOMBRE QUE TUVO QUE OPERARSE A SÍ MISMO.

Cuando pienso que las cosas se me están poniendo complicadas, me acuerdo de la historia de Leonid Rógozov y se me pasa.

¿Conoces su historia?

LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE TUVO QUE OPERARSE A SÍ MISMO.

#YoTeLoCuento

Pongámonos en situación.

Leonid Rógozov (27 años) era el cirujano de la 6ª expedición antártica soviética desplazada al continente blanco. Era el responsable de velar por la salud del equipo formado por sus 12 compañeros, enviado a construir una nueva base en el Oasis Schirmacher.

En octubre de 1960, iniciaron los trabajos para establecer la estación de Novolazarevskaya que se concluiría a principios de 1961. A pesar de haber acabado su principal misión allí, el grupo no podría regresar a Rusia todavía.

Aunque el viaje por mar desde Rusia a la Antártida había durado «sólo» 36 días, su regreso se demoraría hasta el año siguiente.

Pocos meses después, Leonid Rógozov se vio invadido por la nostalgia de su hogar y el odio hacia aquel lugar. El atractivo exótico de la Antártida se había agotado en un mes y sentía que iba a perder 2 años lejos de su clínica sometido a los rigores del hostil invierno antártico.

Temía que la rutina y el hastío acabaran con él.

Pero todo cambió a finales de abril de 1961.

El día 29, Leonid despertó con fiebre, náuseas, muy débil y cansado. Sentía un fuerte dolor en el lado derecho de su abdomen que hizo saltar todas sus alarmas: padecía apendicitis aguda.

Una enfermedad que había operado muchas veces, y que en el mundo civilizado solo requería una operación rutinaria.

Pero que en caso de no ser tratada con cirugía, solía resultar letal.

La vida de Rógozov corría más peligro del que podríamos imaginar.

El día 30 de abril, los signos localizados de peritonitis se habían hecho más evidentes todavía y su estado de salud había empeorado considerablemente durante la noche.

Necesitaba ser intervenido de inmediato.

Sin embargo, conseguir ayuda médica era imposible.
La base soviética más cercana, la Mirni, se encontraba a más de 3000km, y con las severas condiciones meteorológicas en las que se encontraban, ningún avión podría aterrizar ni siquiera despegando desde otra base internacional.

Así que solo podría contar con la reducida dotación médica de la base: un único cirujano —él— y la ayuda improvisada de sus compañeros que «como buenos exploradores polares, el único contacto con la medicina que habrían tenido antes sería sentados en la silla del dentista».

Aun así, sabía que su apéndice podía explotar en cualquier momento, si no actuaba pronto. Sabía que estaba en una cuenta atrás.

Tendría que abrir su abdomen él mismo.

Sobre las 20:00 h del 30 de abril de 1961, estaba todo preparado. Con la ayuda de un meteorólogo y un mecánico que le alcanzaban el instrumental según lo necesitaba, comenzó su operación.

Cogió una jeringuilla y se aplicó la 1ª inyección de novocaína en la pared abdominal como anestesia local. En su caso, la anestesia general habitual era inviable.

Al sentir el efecto del anestésico, se puso en modo cirugía.

 

Levemente inclinado sobre sí mismo, hizo el primer corte. Una incisión de unos 12 cm sobre el abdomen para buscar el apéndice.

El espejo que había previsto utilizar para guiarse durante la intervención resultaba ser más un inconveniente que una ayuda. La imagen invertida que mostraba le confundía. Y debía trabajar concentrado. Tendría que operarse guiado por su tacto.

Mantendría su mascarilla para evitar contaminación, pero debía operarse sin guantes para no perder el tacto.

La operación en aquellas condiciones era cualquier cosa menos fácil.

En un momento de la intervención, por error, se seccionó el ciego, sangraba en abundancia y tuvo que suturarlo él mismo.
Cada vez se sentía más débil, la cabeza se le iba y se le acumulaba la tensión. Cada 5 min. debía tomar un breve descanso de escaso medio minuto para reponerse

Consciente de a qué se enfrentaba, pidió al director de la base que estuviese allí durante la intervención. Temiendo lo peor, le había explicado cómo actuar en caso de que perdiese la consciencia y fuera necesario inyectarle adrenalina y practicarle la respiración artificial.

Estaba asustado. También lo estaban sus acompañantes.
Pero solo él sabía que, conforme había avanzado la operación, se había encontrado peor.

Tras extirparse el apéndice, comprobó con horror que un día más, y el resultado hubiera sido fatal; el apéndice hubiera estallado.

La operación duraría 1 hora y 45 minutos aprox. pero todavía no había llegado a su final. Quedaba suturar. Entonces, sintió cómo el corazón se le ralentizaba y las manos se le dormían. Un mal pensamiento se apoderó de él: ¿todo iba a salir mal incluso después de extirparse el apéndice?

Sin demora, se inyectó antibióticos directamente en la cavidad peritoneal. Solo restaba coser. Cerca de la medianoche, por fin consiguió poner fin a la operación.

Pero tras la última puntada, no se permitió descansar. Como buen médico, indicó a sus ayudantes cómo encargarse de limpiar el instrumental y la enfermería, y sólo después de que todo estuviera en orden y limpio, se permitió tomarse las pastillas para dormir.

Pocos días después, no quedaban signos de peritonitis y la fiebre había bajado. Una semana después, Rógozov ya se había retirado los puntos y a las 2 semanas se había reincorporado a sus labores habituales en la base, completamente recuperado.

Aquella operación había sido un éxito rotundo que las autoridades soviéticas no iban a desaprovechar. Lo convirtieron en un héroe nacional a la altura de Gagarin. La propaganda soviética vio en aquella increíble historia de superación una herramienta poderosísima a su servicio.

Inmersos en la Guerra Fría, Leonid Rógozov había representado a la perfección el ideal de superhéroe nacional soviético, lo que le valió la concesión de la Orden de la Bandera Roja del Trabajo, que honraba las grandes hazañas y servicios para el Estado y la sociedad soviética.

Su valentía, como la de Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio, se exhibió como símbolo del comunismo para el resto del mundo. Ambos eran jóvenes (27 años) rusos de clase trabajadora que habían logrado alcanzar hitos humanos hasta entonces inalcanzables.

Sin embargo, a su regreso a Rusia, Leonid Rógozov huyó de la notoriedad y se centró en su formación y carrera médica.

Rógozov nos enseñó a todos que nuestros límites están mucho más allá de lo que nunca podríamos imaginar.

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